sábado, 3 de febrero de 2007

Buscando lo profundo


No recuerdo mucho qué hice esta mañana. Sentado en el borde de mi cama, y todavía medio dormido, miré de lejos, y entrecerré los ojos para poder hacer foco, vi la foto que tenía en la biblioteca. Aquella era la última que te había sacado. Busque en mi mesa de luz el boleto del ómnibus que me conduciría a tu casa, y en ese momento mi memoria se borró. La luz del sol, que atravesaba la ventana del micro, me rescato de alguna pesadilla, donde tus manos mojadas humedecían mi cara. Un ahogado aliento estremeció mi cuerpo, mientras una brisa salada anunciaba que había llegado a destino.
Bajé del micro y no supe por dónde empezar. Mi intento por repasar el camino a tu casa se dispersaba viendo personajes siniestros, que inquisidoramente me miraban y cruzaban de un lado a otro la estación central de colectivos, arrastrando los pies y sin llevar equipaje alguno. Nadie tenía por qué saber a qué venía a este pequeño pueblo de pescadores, intuía que en esas miradas se escondía una complicidad mutua y aunque silenciosa: ellos sabían que ésta sería la primera vez que te vería después de tantos años y también, supongo, intuían que seguramente este encuentro se convertiría en el último. Por un momento, se me ocurrió que ellos eran testigos de esta despedida, no confié en el delirio persecutorio que venía arrastrando desde que me abandonaste y seguí mi camino evitando cruzarme con sus miradas.

No sé por qué empiezo relatando la historia de esta manera, será quizás porque prefiero dejar escrito en estos párrafos el dolor que me causa tu ausencia, que se refleja en aquella desesperación que escondo bajo mi mirada absorta y tranquila, en vez de elegir recordarte en aquellos instantes alegres que compartíamos y estremecían mi cuerpo al escuchar en mi mente furiosas carcajadas que hoy se han vuelto pálidos silencios. Momentos, que ya no existen y vagan perdidos en lo profundo de un lado a otro, llevados por corrientes que ninguno de nosotros dirige, son los que quizás en este encuentro intente reflotar; pero, en definitiva, supongo que no podré lograrlo bajo tu vanidosa mirada que presupone mi imposibilidad humana de, al menos, acariciar tu rostro.

El día continuó sin grandes sobresaltos, había tomado la decisión de no visitar a nadie de tu familia, suponía que la sorpresa al verme no sería grata ni traería la mejor bienvenida. Quería ahorrarme un desparramo de lágrimas que reavivaran el ahogo que culminó con tu vida. Así fue que busqué evadirme de aquellos lugares donde pudiera ser visto por quienes frecuentabas y escapé de aquellas caras que, entre pálidas y violáceas, leían mis recuerdos y robaban las últimas memorias que quedaban de las caricias.
Caminé cerca de veinte cuadras sin una dirección fija. Sorpresivamente me encontré en aquella plaza donde te había visto por primera vez y me senté en aquel banco donde te había declarado mi amor. Tal como lo había hecho entonces, cuando intentaba llamar tu atención acomodando los rulos de mi cabeza, busqué apaciguar los remolinos que tenía en mi cabello áspero y traté, inútilmente, de darle una dirección a aquellas corrientes marinas que se perdían entre mis dedos al intentar encontrarte en esa plaza desolada.
Un viento de arena golpeó mi cara y me despertó del letargo. Aquella desesperante imagen que intentaba reflotar se hundió rápidamente, tal como vos; y sentí, en cambio, el roce de tu cabello que el viento costero desparramó contra mi cara. Me tapé los ojos con las manos y me escondí como evitando prolongar un momento de angustia que alimentara la esperanza de verte con vida. Separé con bronca las lágrimas llenas de arena que se habían formado: este llanto inútil no sirvió para traerte junto a mí. Decidí furiosamente poner fin a la espera y di los pasos necesarios para encontrarte. Crucé por el sinuoso camino hasta pasar el médano que te separaba de mi cuerpo y te miré con el mismo miedo con el que un enfermo observa aquella imagen oscura que lo aleja de este mundo.

Y así llega el momento, de terminar esta historia contando el motivo por el que vine a esta playa. (Me arrepiento, cierro los ojos e intento buscar aquello que explique lo que verdaderamente vine a hacer, no lo logro). Me ahorro las palabras y solo me despido escribiendo…

Atrapada en la insoportable angustia de no poder avisarle a Tomás que estaba a su lado, decidí seguir sus pasos, no sé por qué, pero tenía miedo de que me viera. Sé que eso hubiera sido imposible, pero me empecinaba en creer que todavía estaba viva o que era posible que quienes provocaban su propia muerte terminen por siempre vagando en el mundo de los vivos, corriendo con el peligro de ser vistos.
Observé que Tomás dobló la hoja en dos y la colocó debajo de la única piedra que había encontrado en la playa. Se acercó al mar, caminó a lo profundo, sólo una ola bastó para que litros de agua entraran en su cuerpo. Lo último que hizo fue mirarme parada en la orilla. Esta vez estaba desnuda, tal como sólo él me había visto, no era necesaria ninguna prenda que ocultara lo que nadie percibía. Mi cabello se mecía al compás del viento que, con cada soplido, tal como lo hace el segundero de un reloj, marcaba los instantes que faltaban para estar juntos. Y así, sosteniendo mi cabellera e intentando detener el tiempo, pude ver por primera vez, después de diez años, que Tomás había vuelto a sonreír.
No quise leer lo que había escrito en la carta, preferí que él me lo contara en persona. Y así, con la rapidez necesaria para que la corriente marina no lograra alejarnos definitivamente, fui hacia él y lloramos. Aquella esperanza que reposaba en un encuentro amoroso había sido inútil, los espectros sólo pueden verse pero nunca tocarse.