domingo, 31 de diciembre de 2006

Fuego



Sostener un papel con la mano, acercar el fuego y ver cómo ese papel se consume rápidamente, la llama azulada comienza a hacerlo desaparecer y se desprenden pequeños restos de algo que deja de existir. Sólo con una llama desgarro estas frágiles líneas que se cruzan y forman una hoja que convierte en partículas y se entremezclan con el aire. Mientras tanto, el movimiento serpenteante de una línea de humo, un pequeño surco gris se va diluyendo a medida que se aleja y aquellas cenizas se elevan a una dimensión que ya no percibo.
Levanto la vista, observo a una joven pareja que toma café en una mesa y me aparto de estas líneas que estaba escribiendo. Él mira su taza, intenta percibir un movimiento que no existe: el líquido negro circula sólo en su imaginación. Ella mira por la ventana que esta a su lado, los cortos pasos de dos niños que, cruzan la calle apurados, como evitando el temor de que un auto inexistente se acerque a sus cuerpos. Ambos juegan con fuego, ambos cruzan miradas, acercan un papel imaginario, pero ninguno dice nada. Sólo se concentran en hacerlo aparecer, en encender el fuego, en recordar una noche de pasión que encienda una llama diferente sin lograr consumirlo.
Ya estaban decididos a incendiarlo todo con una indiferencia que reclamaba una soledad definitiva o una verdadera compañía, como si estos dos estadios fueran dos polos opuestos. Un mozo, que no era parte de aquella silenciosa despedida, se acerca con la cuenta. La conciencia regresa dejando los sonidos habituales, trayendo las miradas cansadas y concentrando la atención en sacar las monedas de aquel viejo y gastado sobre de cuero marrón, que sólo lograba contener los centavos justos para un café.
Pagan, se levantan, abren la puerta y se van caminando, como siempre, juntos.

sábado, 23 de diciembre de 2006

Desencuentro


Decido buscarte en anaqueles de bibliotecas infinitas repletas de libros que sólo dan respuestas teóricas o descripciones científicas. No logro encontrar en esas líneas, trazadas con tinta ajena, un sentimiento propio y termino entonces por abrigarme entre estos renglones de los que me adueño.
Cierro mis ojos y te encuentro en una sonrisa, imagino que dibujo con mis dedos los bordes de tu boca, viendo cómo las grietas de tus labios se esconden, disipando dudas y preguntas acerca de tu constancia o permanencia. Dejo aquellos labios sonreír solos, me permito, al menos por un instante, contemplarlos en silencio hasta el momento en que aquella ilusión se esfuma, dejando que se vuelvan a formar aquellas grietas temerosas y oscuras.
Entreabro los ojos como esperando encontrarte. Un delgado haz de luz, que se confunde con el humo asfixiante, esboza una figura en la que te encarnás, una imagen que se diluye y se vuelve a construir dándome esperanzas para abrir los ojos. Pero mi miedo gana y volvés a desaparecer cuando la oscuridad absorbe la presencia física en la que puedas estar representado.
Y entonces retomo mis comienzos, como en un laberinto circular que nunca acaba, y recurro a descripciones teóricas, busco tus significados médicos y encuentro tu explicación psicológica. Me quedo sin respuestas, esperando que aparezcas.

terror turistico


Como todas las mañanas, antes de ingresar en la oficina, decidí tomar un café por los alrededores de Montmartre. Sobre las calles y bares, que generalmente estaban atestados de turistas, me encontré con una desolación sorprendente. La bruma propia de las mañanas que preceden a las noches lluviosas, exclusivas de los meses de marzo, habían convertido a la ciudad en un vacío casi oscuro que atestiguaba un silencio premonitorio.
Mientras caminaba hacia el café, me vi obligado a pasar por la puerta del Cementerio. Una multitud de hombres y mujeres vestían de negro; sus caras pálidas parecían despedir algún ser querido. El rumor ensordecedor, confundido con un quejido que reprimía un llanto inoportuno, trajo a mi mente pensamientos acerca de la vida. Muchas veces resultaba ser tan corta como marcada por episodios trágicos, que su peso se volvía un viento de alivio en el momento del desvanecimiento que provocaba la muerte.
Llegué al bar. Las mesas apiñadas continuaban ordenadas como siempre; sin embargo, respetando un entorno de calles oscuras y extrañamente vacías, esta vez estaban esperando ser ocupadas. Me senté adentro, la bruma estaba muy densa y no quería que se moje mi sobretodo. Pedí un café y el mozo me acercó el diario. Observé la fecha; las noticias que proporcionaba el bar estaban atrasadas tres días. Esta práctica de dejar diarios de fechas anteriores era propia de Jean, el mozo matutino, que creía que los citadinos vivían tan ocupados por lo que pasaba en el minuto a minuto que las noticias trascurridas con el pasar de las horas se esfumaban y eran olvidadas con correr de los pasos que transitaban la ciudad.
Uno de estos titulares llamó mi atención: “Joven con identidad aún desconocida ha sido hallada a orillas de l´Ile St. Llouis”. La noticia no agregaba muchos más datos que pudieran crear una historia que explicara los motivos de la muerte. Sin embargo, había algunos comentarios extraordinarios y quizás graciosos que me ayudaron a reconstruir una tragedia hipotética: la muerta llevaba un traje de baño y se habría arrojado desde el puente que une la isla con l’Ile de la Cité. Asimismo, la causa de la muerte habría sido una “asfixia pulmonar provocada por el ingreso de agua en el cuerpo”. Inmediatamente me puse a concatenar los hechos del día: el episodio del cementerio, los llantos provocados por la despedida a alguien a quien suponía joven me ayudaron a imaginar una historia digna de un personaje trágico. Busqué un nombre para mi heroína. Elegí Paulette, pensé en este nombre porque remitía a lo “pequeño”; al menos esta, era la acepción que tenía del latín (todos los personajes trágicos debían tener una característica que los particularice, un sentimiento de pequeñez respecto del mundo en el que vivían). La imaginé nadadora, eso era lo que se me ocurría al ver que había decidido morir en el agua, con un tarje de baño puesto.
Paulette decidió honrar a su padre muriendo a orillas de la ciudad que la había visto crecer, había optado por aparecer muerta dejando en las aguas del Sena, que reflejaba el amor y la vida parisina, el peso de una muerte incomprendida por muchos y entendida por otros que sabían descifrar cuál era la imagen de una tragedia.
Había nacido en los suburbios de París, su nombre había sido algo así como un estigma que marcaría su vida hasta el momento de su suicidio. Su padre, famoso nadador olímpico, había resuelto el futuro de su hija, quería que siguiera sus pasos. Ella, haciendo honor al mandato paterno, había tomado el camino erróneo: decidió escribir la historia de una vida equivocada. Nadó desde pequeña, pero nunca logró destacarse y eso provocaba en su padre una ira que se manifestaba en las continuas presiones que requerían un esfuerzo mayor para Paulette. Ella siguió nadando y, paradójicamente, el único testigo del sufrimiento reprimido fueron las aguas del club al que diariamente asistía. Jugaba a sumergirse en lo más profundo de aquella piscina y soñaba entonces con su muerte. Necesitaba que este hecho lograra algo parecido a la popularidad de su padre. Esta salida era el recurso: una muerte trágica que se grabara en el inconsciente de una ciudad con vida continua. Pero rápidamente su sueño se volvía una pesadilla que la hacía perder la conciencia, provocando un caos que terminaba con el rescate de Paulette por el bañero de turno.
Quizás hayan pasado uno o dos años más de sufrimiento para Paulette, al menos ese fue el tiempo necesario para rozar la cuerda que la separaba de la locura y que daba inicios a un estadio que concluiría en un desenlace aún más ominoso.
Paulette rozó la demencia, trascurrió tres años en un instituto psiquiátrico del Estado francés. En el momento de su internación sólo una cosa era requerida: que el predio no contara con piscina. De esta forma, no solo esperaba cortar con lo que la unía a su padre, sino impedir que un sueño placentero se convirtiera en la muerte que la alejaría, a los 38 años, aún más del mundo olímpico.
No pudo soportar el encierro, el sueño de hacer realidad la pesadilla inconclusa, sin caer en la inconciencia, era la forma de acallar su angustia. Las únicas aguas a su alcance eran las del Sena. Y así llego al Pont St. Louis, salto majestuosamente, cuidando todos los detalles para lograr la caída perfecta, porque quería que su último saltó obtuviera las más altas calificaciones del jurado. Chocó contra el agua oscura y no volvió a subir a la superficie hasta tanto su cuerpo estuviera lleno de aquel testigo mudo que bañaba París, una ciudad que no prestaría demasiada importancia al hecho de la desagradable vista que sufrieron los turistas al encontrar un bulto deforme y violáceo deprimiendo el hermoso panorama que ofrecía la catedral de Notre Dame.