sábado, 23 de diciembre de 2006

terror turistico


Como todas las mañanas, antes de ingresar en la oficina, decidí tomar un café por los alrededores de Montmartre. Sobre las calles y bares, que generalmente estaban atestados de turistas, me encontré con una desolación sorprendente. La bruma propia de las mañanas que preceden a las noches lluviosas, exclusivas de los meses de marzo, habían convertido a la ciudad en un vacío casi oscuro que atestiguaba un silencio premonitorio.
Mientras caminaba hacia el café, me vi obligado a pasar por la puerta del Cementerio. Una multitud de hombres y mujeres vestían de negro; sus caras pálidas parecían despedir algún ser querido. El rumor ensordecedor, confundido con un quejido que reprimía un llanto inoportuno, trajo a mi mente pensamientos acerca de la vida. Muchas veces resultaba ser tan corta como marcada por episodios trágicos, que su peso se volvía un viento de alivio en el momento del desvanecimiento que provocaba la muerte.
Llegué al bar. Las mesas apiñadas continuaban ordenadas como siempre; sin embargo, respetando un entorno de calles oscuras y extrañamente vacías, esta vez estaban esperando ser ocupadas. Me senté adentro, la bruma estaba muy densa y no quería que se moje mi sobretodo. Pedí un café y el mozo me acercó el diario. Observé la fecha; las noticias que proporcionaba el bar estaban atrasadas tres días. Esta práctica de dejar diarios de fechas anteriores era propia de Jean, el mozo matutino, que creía que los citadinos vivían tan ocupados por lo que pasaba en el minuto a minuto que las noticias trascurridas con el pasar de las horas se esfumaban y eran olvidadas con correr de los pasos que transitaban la ciudad.
Uno de estos titulares llamó mi atención: “Joven con identidad aún desconocida ha sido hallada a orillas de l´Ile St. Llouis”. La noticia no agregaba muchos más datos que pudieran crear una historia que explicara los motivos de la muerte. Sin embargo, había algunos comentarios extraordinarios y quizás graciosos que me ayudaron a reconstruir una tragedia hipotética: la muerta llevaba un traje de baño y se habría arrojado desde el puente que une la isla con l’Ile de la Cité. Asimismo, la causa de la muerte habría sido una “asfixia pulmonar provocada por el ingreso de agua en el cuerpo”. Inmediatamente me puse a concatenar los hechos del día: el episodio del cementerio, los llantos provocados por la despedida a alguien a quien suponía joven me ayudaron a imaginar una historia digna de un personaje trágico. Busqué un nombre para mi heroína. Elegí Paulette, pensé en este nombre porque remitía a lo “pequeño”; al menos esta, era la acepción que tenía del latín (todos los personajes trágicos debían tener una característica que los particularice, un sentimiento de pequeñez respecto del mundo en el que vivían). La imaginé nadadora, eso era lo que se me ocurría al ver que había decidido morir en el agua, con un tarje de baño puesto.
Paulette decidió honrar a su padre muriendo a orillas de la ciudad que la había visto crecer, había optado por aparecer muerta dejando en las aguas del Sena, que reflejaba el amor y la vida parisina, el peso de una muerte incomprendida por muchos y entendida por otros que sabían descifrar cuál era la imagen de una tragedia.
Había nacido en los suburbios de París, su nombre había sido algo así como un estigma que marcaría su vida hasta el momento de su suicidio. Su padre, famoso nadador olímpico, había resuelto el futuro de su hija, quería que siguiera sus pasos. Ella, haciendo honor al mandato paterno, había tomado el camino erróneo: decidió escribir la historia de una vida equivocada. Nadó desde pequeña, pero nunca logró destacarse y eso provocaba en su padre una ira que se manifestaba en las continuas presiones que requerían un esfuerzo mayor para Paulette. Ella siguió nadando y, paradójicamente, el único testigo del sufrimiento reprimido fueron las aguas del club al que diariamente asistía. Jugaba a sumergirse en lo más profundo de aquella piscina y soñaba entonces con su muerte. Necesitaba que este hecho lograra algo parecido a la popularidad de su padre. Esta salida era el recurso: una muerte trágica que se grabara en el inconsciente de una ciudad con vida continua. Pero rápidamente su sueño se volvía una pesadilla que la hacía perder la conciencia, provocando un caos que terminaba con el rescate de Paulette por el bañero de turno.
Quizás hayan pasado uno o dos años más de sufrimiento para Paulette, al menos ese fue el tiempo necesario para rozar la cuerda que la separaba de la locura y que daba inicios a un estadio que concluiría en un desenlace aún más ominoso.
Paulette rozó la demencia, trascurrió tres años en un instituto psiquiátrico del Estado francés. En el momento de su internación sólo una cosa era requerida: que el predio no contara con piscina. De esta forma, no solo esperaba cortar con lo que la unía a su padre, sino impedir que un sueño placentero se convirtiera en la muerte que la alejaría, a los 38 años, aún más del mundo olímpico.
No pudo soportar el encierro, el sueño de hacer realidad la pesadilla inconclusa, sin caer en la inconciencia, era la forma de acallar su angustia. Las únicas aguas a su alcance eran las del Sena. Y así llego al Pont St. Louis, salto majestuosamente, cuidando todos los detalles para lograr la caída perfecta, porque quería que su último saltó obtuviera las más altas calificaciones del jurado. Chocó contra el agua oscura y no volvió a subir a la superficie hasta tanto su cuerpo estuviera lleno de aquel testigo mudo que bañaba París, una ciudad que no prestaría demasiada importancia al hecho de la desagradable vista que sufrieron los turistas al encontrar un bulto deforme y violáceo deprimiendo el hermoso panorama que ofrecía la catedral de Notre Dame.

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