domingo, 4 de marzo de 2007

El Cabo


Cargamos una mochila y vagamos con un destino fijo, cada moneda estaba contabilizada con el máximo rigor: un plan diario de gastos y una agenda de actividades marcaba la directriz para sólo unos pocos días de vacaciones. Tomamos los diferentes transportes que nos conducirían a un destino que sólo existía en nuestra imaginación, formada de palabras y descripciones de amigos que nos habían convencido de que aquel sería el mejor lugar. Un taxi, un barco, un micro, otro micro y un trasporte desconocido llamado arenero, cuatro ruedas gigantes que abrían paso sobre dunas que escondían aquel preciado lugar. Diez horas de viaje.
A través de las distintas rutas que nos acercaban cada vez más a destino, fuimos perdiendo el equipaje de todo lo que nos preocupaba. Las preguntas pendientes de respuestas que ocupaban todo en mi conciencia, le dieron lugar a un placer tan simple como el de observar el camino verde a los costados, el cielo de un azul furioso y la ausencia física de aquellos a quienes habíamos dejado atrás.
El primer obstáculo fue una fuerte lluvia que anunciaba nuestra llegada, grandes gotas que caían del cielo y mojaban aquellas mochilas que cargamos en el viaje. Gotas que atravesaban nuestro cuerpo, borraban tu pasado, pausaban mi presente. Supongo que habremos sido más fuertes y por ello el temporal cedió ante nuestro empeño de no dejar que nada cambiase en nosotros. Una choza cargada de gente extremadamente feliz nos recibió con ojos desorbitados, nos miramos y esbozamos una pequeña sonrisa de complicidad. Sin duda, aquél no era el lugar que esperábamos encontrar, los ambientes eran pequeños, cajas de varias cosas se “desordenaban” en los muebles que rodeaban un espacio común cargado de poros humanos, que no sólo emanaban transpiración, sino otros olores fruto del abuso de sustancias relajantes y un tanto ilegales. Una mujer de cabello altamente oxigenado, quizás de unos cuarenta años de edad o, posiblemente mucho menos, pero que aparentaba más, nos recibió; caras desentendidas miraron nuestros cuerpos mojados por la lluvia fugaz que nos había dificultado el camino.
La noche nos encontró extraños, hasta podría decir que algo temerosos de aquel lugar que habitaríamos los próximos diez días. Claro que aquel miedo tenía fundadas razones: una vez que el sol se ocultaba en el Cabo, sólo unas pocas velas dejaban ver nuestro alrededor, haciéndonos percibir la presencia de la inmensidad del mar peligrosamente cerca.
Al día siguiente, Cabo Polonio nos demostró que aquella lluvia sólo había sido una advertencia. Los fuertes vientos soplaban sobre la costa. Una tormenta de arena rompía nuestra concentración para llegar al pueblo. Tres lobos marinos muertos nos mostraban el furor con el que la naturaleza del Cabo cambiaba la vida por muerte. Un gran esfuerzo implicó atravesar la playa. Pensaste en el porqué de tu vida, yo el quizás en la mía.
Mientras el sol hacía arder nuestros ojos y la arena se ensañaba con tu piel tan blanca, imaginé el futuro cercano y la vuelta aún lejana. Intenté suspender sentimientos y racionalizar, en vano, mis impulsos pasados. Las olas llegaban a nuestros pies ya débiles pero frías en la costa desierta que conducía hacia un norte desconocido.
El tiempo transcurrió lentamente, los días se hacían largos; pero, contrariamente al mar, relajadamente tranquilos. Aquel viento amenazador había menguado, no pensaba en el quizás, vos tampoco en tus porqués, sólo nos limitamos a concentrarnos en un punto del horizonte. Dejamos de buscar y sólo nos dispusimos a escuchar qué intentaba decir aquel furioso mar que impedía el recuerdo de lo que habíamos dejado en la ciudad. Buscabas respuestas, intentabas recordar qué era los que no debías dejar de extrañar. Buscabas entre olas y la bruma salada que acariciaba nuestras caras te despertaba de la silenciosa búsqueda y te hacía olvidar aquel fantasma que te perseguía.
Extrañamente, no sentí la persistencia de su recuerdo ni añoré lugares abandonados. Un mundo desconocido se presentó ante mí. Las interminables montañas de arena ante nosotros nos hicieron dar cuenta de que la incertidumbre no daña.
El quinto día pasó rápidamente, habíamos logrado olvidarlo todo o quizás aclararlo todo. Yo dormía apretando la almohada intentando sentir su fuerte abrazo, vos reías diciendo que no podías llorar ni extrañar, el mar te había devuelto la seguridad que hace mucho habías abandonado. Caminamos sobre los rayos que el sol esparcía en el atardecer de la playa y, callados, coordinamos los ruidos de nuestros pasos. Mis pies se arrastraban sobre la arena húmeda, los tuyos, unos metros más al costado, sobre aquella arena seca que el agua no lograba alcanzar. Junto al rugir del mar creamos música.
Música, sonidos sin sentido. Nuestros pies contra la arena dura de la orilla, golpeando con toda la fuerza posible en compañía de una risa incontenible. No sentíamos el cansancio en nuestros cuerpos, sólo queríamos decir algo sin usar palabras.

Al sexto día cuando ya creíamos haberlo visto todo decidí declararle mi amor a una estrella que brillaba en lo alto y representaba aquello que pretendo hacer eterno; vos te reíste de mi inocencia y te declaraste descreída del amor. Juntos caminamos de vuelta, acomodaste tu pasado y cerraste la mochila con la que habías llegado. Te sonreí y te encontré valiente, acomodé lo que faltaba de mis cosas, estaba apresurado por volver a decirle cuánto lo amaba. Así regresamos a la ciudad, esta vez, con menos peso del que habíamos llegado.


S y V

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